lunes, 10 de marzo de 2008

ALAIN SENDERENS

Creación del Chef Alain Senderens

Alain Senderens: la cocina entre dos fuegos
Entrevista realizada por René Lefort, director del Correo de la UNESCO.

Alain Senderens (1939), viene figurando desde 1978 sin interrupción entre los veinte grandes cocineros que, según las guías gastronómicas, constituyen la élite de esta profesión. En 1985 se hizo cargo del restaurante Lucas Carton, en la Plaza de la Madeleine, en París, donde define su especialidad como “cocina de creación”. El establecimiento tiene hoy día 68 empleados en jornada completa, 24 de los cuales son cocineros, para servir unos sesenta almuerzos y un número superior de cenas, a un precio que puede sobrepasar fácilmente los 1.000 francos (145 dólares) por persona. Alain Senderens es autor de numerosos libros de recetas, así como de una relectura gastronómica de la obra maestra de la literatura francesa: Proust-La cuisine retrouvée, editorial Du Chêne.

Se mundializa la cocina como todo lo demás?
Afirmar que vivimos en una sociedad de intercambios constantes, multicultural y multiculturalista ha pasado a ser un tópico. Por lo demás, la revolución de los transportes es un hecho. Corrientes mundialistas pasan por la cocina al igual que por todos los demás sectores de la sociedad. Pero la cocina no se mundializa, si entendemos por ello la imposición universal de un modelo único.En la antigüedad, cuenta Plinio el Viejo, los gastrónomos griegos recorrían la cuenca del Mediterráneo para paladear en cada lugar los productos más frescos en la época en que eran mejores, en vez de encargarlos. Pero esos productos viajaban ya, por cierto.Hoy los recibimos de Japón o de Australia en perfectas condiciones. Otro ejemplo: en el barrio Little Italy de Nueva York se encuentran productos italianos de mejor calidad que los que se distribuyen masivamente en la propia Italia. El plato que más se consume en Estados Unidos es la pizza, y en Francia es el cuscús.

¿Está usted abierto a otras cocinas?
Me inspiro muchísimo en la cocina asiática. En 1978, fui el primero que introdujo la salsa de soja en la alta cocina, lo que me costó un tirón de orejas de un crítico gastronómico. Ese año había pasado dos meses en China estudiando los platos locales; algunos de ellos son excelentes, aunque la cocina sigue siendo en general muy conservadora. La cocina tailandesa, en cambio, me atrae mucho por los aromas y los numerosos condimentos que utiliza. Acabo de incorporar a mi carta la tempura, que es una forma típicamente japonesa de aderezar los productos fritos. Esto jamás se me habría ocurrido hace diez o veinte años. Es un plato “a la francesa”, que preparé añadiéndole curry y proponiendo a los comensales que lo saborearan con un Condrieu, un vino blanco del valle del Ródano.Un reciente debate dividió a los grandes cocineros franceses entre partidarios de la apertura al mundo y defensores de la tradición. Usted se encuentra decididamente entre los primeros…Hice entonces una comparación con Picasso. Imaginemos que se hubiera descubierto su obra en el momento en que arreciaba una querella similar… Algunos habrían exclamado: “no es un gran pintor, se inspira en el arte negro”. En materia de cocina es lo mismo. ¡Todos nuestros productos y recetas tendrían que ser galos! Es un despropósito.

Pero, ¿hasta dónde ha de llegar este mestizaje cultural?
Mi especialidad es crear platos y combinarlos con vinos que me gustan. Muchos viticultores extranjeros están dispuestos a pagarme para que sus botellas aparezcan en mi carta y que yo prepare el plato correspondiente. Nunca lo he hecho por dos razones: por un lado, no he encontrado vinos excepcionales, por ejemplo americanos.¿Qué es un gran vino?, se preguntará usted. La respuesta es subjetiva. Los del Nuevo Mundo tienen mucho cuerpo, son muy concentrados, algo pesados, cuando a lo que yo aspiro es a ofrecer vinos delicados, elegantes, femeninos, como un encaje, que den ganas de servirse otra copa. No digo que no haya grandes vinos fuera de Francia, pero son escasos y seguramente carísimos. Por otro lado, y es esencial, me encuentro ante un dilema: ¿será concebible que un restaurante de lujo francés proponga un plato para un vino americano?

Pero, ¿no están los grandes cocineros creando una cocina que satisface una especie de “gusto mundial”?
Si un brasileño, un norteamericano, un japonés, un africano y un francés se sentaran a la misma mesa, ¿apreciarían sus platos por igual?Sí y no. Volvamos a la pintura. Un aficionado culto —y pudiente— visita las distintas capitales del arte y puede apreciar una multiplicidad de estilos. Tengo una clientela de ese tipo. Se trata de una ínfima minoría que sólo es posible encontrar en muy pocos lugares.Creo en los meridianos gastronómicos. París, a semejanza de Nueva York, Los Ángeles y, quizás, Londres, es excepcional por su universalidad en el plano culinario: cualquiera puede saborear en ellas buenos platos de su propia cultura.

Pero, fuera de esos lugares, e incluso en las grandes ciudades francesas, se sigue viviendo en una especie de proteccionismo regional.
Estoy convencido de que algunos platos franceses no gustarán a un coreano o a un japonés. Al margen de nuestra pequeña clientela, el clasicismo es omnipresente, pues incluso cuando viajamos sentimos regularmente nostalgia de nuestras raíces y aspiramos a encontrarlas. No hay por consiguiente una globalización del gusto: tendrá que transcurrir al menos un siglo antes de que se produzca. Es una de las cosas que tiene una evolución más lenta. Y que no me hablen de la invasión de MacDonalds: en una ciudad tan universal como París, representan menos de 5% de las comidas que se sirven y responden ante todo a la penuria económica.

Sin embargo, la llamada “cocina tradicional” está desapareciendo.
Sí, al margen de ciertos focos de resistencia, lo que se daba en llamar cocina burguesa o cocina del terruño pierde terreno, simplemente a causa de la transformación del papel de la mujer en nuestras sociedades. Por la tarde, al regresar de su trabajo, las mujeres no tienen tiempo de guisar un estofado de ternera en salsa blanca para su familia, así que compran platos preparados. Las ventas anuales de este tipo de productos han aumentado en un 45% en la cadena de supermercados para la que trabajo. Lejos, muy lejos de la de los grandes cocineros, la cocina ha pasado del ama de casa a la industria. Es un verdadero problema.

¿Por qué?
Mucho me temo que en los años venideros se vaya perdiendo el gusto. Nuestra generación tenía una historia culinaria y estaba habituada a una cocina familiar. De niños teníamos ya ciertos conocimientos. Hoy, la inmensa mayoría de la población carece de esta educación: está dispuesta o condenada a comer cualquier cosa.A alguien que gana el salario mínimo, tiene uno o dos niños en edad escolar y debe pagar un alquiler, ¿qué le queda para la alimentación? Está condenado a la mala calidad, a consumir productos uniformes que los especialistas en marketing han concebido para que se vendan en millones de ejemplares, repletos de aromas artificiales para abaratarlos. Estamos ante una cocina desigual: una minoría –digamos un 10% de la población– tendrá acceso a nuestras mesas o a nuestras creaciones vendidas en supermercados, mientras que el resto sólo podrá consumir productos industriales distribuidos en gran escala.


Antes, el pollo que usted servía y el que se comía en familia era el mismo… Antes los productos no estaban normalizados, eran aleatorios.
Pero también es cierto que cuando criticamos hoy el pollo con hormonas, olvidamos que antes muchas familias no podían prácticamente probarlo. Y la cantidad no siempre se opone a la calidad: utilizando medios colosales, un solo productor de champaña puede lanzar al mercado anualmente 50 millones de botellas de gran categoría.A comienzos de los años setenta apareció la llamada “nueva cocina”, que daba prioridad a la valorización del producto. Nació inmediatamente después del movimiento de mayo del 68.

¿Cree usted que existe una relación entre ambos fenómenos?
Creo en los vientos de renovación y en su influencia en cada uno de nosotros. Abrí mi propio establecimiento el 2 de abril de 1968. En ese momento, ni yo ni otros cocineros queríamos ya hacer una cocina clásica, sin ningún cálculo ni segunda intención de carácter “político”.

¿Revolucionó también esta nueva cocina la producción de la materia prima?
Para nosotros, cuanto más simple es la cocina, más excepcional ha de ser la calidad de la materia prima. En los años 70, cuando apareció esta “nueva cocina”, tan criticada entonces, visitamos a los campesinos para pedirles que nos suministraran esos productos excepcionales. Se crearon así islotes de una producción de excelente calidad, pese a que la producción industrial intensiva tendía a generalizarse. Mucho antes de las vacas locas, los grandes cocineros salvaron así ciertos productos de tradición y lanzaron lo que se conoce hoy como productos biológicos. Una vez más, estábamos, sin saberlo, en la vanguardia de la ecología. Según el investigador francés Claude Fisher1, en la nueva cocina el hombre parte en busca del paraíso perdido, mientas que en la antigua ahogaba los productos en salsas que disfrazaban el sabor porque se creía más listo que la naturaleza…

¿Habría podido surgir la nueva cocina sin las innovaciones tecnológicas?
También éstas fueron decisivas. Permiten que los productos nos lleguen excepcionalmente frescos. Y, ¡qué decir de las ventajas de los avances en el plano de la congelación! Incluso el fuego, con todo el simbolismo que implica, ha cambiado. Durante milenios se guisó con la llama de la leña o del carbón, y luego con la del gas. Luego llega la electricidad: la llama, símbolo de la sexualidad masculina, desaparece, justo en el momento en que se afirma la igualdad entre los sexos. Es extraordinario… Y los productos al vacío de que disponemos actualmente pueden corresponder a los viajes intersiderales. Hay materia para filosofar…Así como se sostenía ayer que la cualidad primordial de un gran cocinero era saber utilizar las sobras, para el de hoy es una cuestión de honor no guardar estrictamente nada de una comida a otra.

¿No hemos pasado también en este aspecto del ahorro al despilfarro?
Nosotros trabajamos por la mañana para el almuerzo, y por la tarde para la cena. Volvemos a hacer todo dos veces al día, incluso el pan. Nos dedicamos a la alta cocina, como otros se dedican a la alta costura, y bien sabe Dios que hay despilfarro en la alta costura… Nuestra clientela espera lo mejor porque cobramos muy caro, de modo que hemos de tener todos los ases en nuestra manga. Pero hace un siglo, también los mejores productos se reservaban para las grandes casas, y el pueblo no comía lo mismo. Se puede prohibir el lujo, los Rolls Royce, y fabricar sólo 2 CV, pero ¿consiste la democracia en esa nivelación por abajo, sin la posibilidad ni siquiera de soñar?

Entonces, esta nueva cocina se ha transformado en un arte de lujo…
Yo diría que hay momentos gastronómicos, del mismo modo que uno no va todos los días a la ópera o a un museo, ni lee todas las noches a un gran escritor. Esos momentos son para mí mucho más intensos que todos los demás, puesto que en la alta cocina participan todas las otras artes. Un cuadro, es la vista. La música, es esencialmente el oído, aunque su ritmo pueda hacer también que nos movamos. En la gastronomía, se come primero con el ojo, luego viene el tacto en la boca, la nariz, por último los sabores. La sensación es total.

¿Ascendería entonces la cocina a la categoría de octavo arte?
No, porque siempre se la considera un arte menor. Cada vez que pido a algunos intelectuales que me expliquen por qué, responden: la cocina es efímera, la obra se destruye. Pero actualmente tenemos recetas de una gran precisión, que es posible reproducir idénticamente, como un disco reproduce un fragmento musical. Por lo demás, la mayoría de las personas no son capaces de hacer análisis intelectuales sobre la cocina como los harían sobre la pintura o la literatura: carecen del vocabulario indispensable para describir su placer o su desagrado y se contentan con afirmar: “está bueno” o “no está bueno”. Así pues, el producto, el vino, el plato mueren de muerte natural, por nada. Falta la cultura del arte culinario.

¿Esta calidad de artista la reivindica usted hasta el punto de querer que se patenten sus recetas? Para mí, todo lo que es clásico es del dominio público. Pero hoy los industriales preparan platos inspirándose en mis últimas recetas. No me parece justo. En cuanto un periodista cuenta que ha comido en mi restaurante un guiso excelente, todo el mundo trata de copiarme sin saber cómo y, por ende, haciéndolo a menudo muy mal. Invocar la propiedad intelectual es la condición sine qua non para que la receta vuelva a preparase correctamente, y para que el plato conserve su originalidad.

Pero un cuadro o una película pueden ser admirados por millones de personas, mientras que el acceso a sus platos está reservado a una ínfima minoría…
Sí y no, pues cumplo también una misión social. Los grandes cocineros tienen sus platos preparados al igual que los grandes modistos sus modelos de confección. Los guisos al vacío que hago para una gran marca son un buen ejemplo. Desde luego, no se comparan con lo que sirvo en mi establecimiento, pero pocas amas de casa son capaces de producir una relación calidad-precio tan buena, ya que cuestan entre 18 y 30 francos (2,50 y 4 dólares).

Entonces, reiterando una fórmula famosa, “somos lo que comemos”. Claude Lévi Strauss es aún más preciso que Goethe, a quien se atribuye esa frase. Afirma que “la cocina de una sociedad traduce inconscientemente su estructura, a menos que, sin darse cuenta, se resigne a revelar también en ella sus contradicciones”.
Soy un hombre del pasado por mi profesión y mi cultura familiar, pero trato también de formar parte de nuestro mundo. Ahora bien, vivimos un periodo de transición, el nacimiento de una nueva civilización y el ocaso de la que nos ha regido durante 2.000 años. Desgraciadamente, sólo contamos con las palabras, las ideas y la cultura de ese pasado, que son insuficientes para imaginar el mañana. Este contraste explica que, como mucha gente, hoy me siento en la cuerda floja. Tanto más cuanto que, hace unos años, un cliente me dijo: “Señor Senderens, cuando los romanos empezaron a erigir estatuas a sus cocineros, entraron en plena decadencia.”

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